domingo, 22 de septiembre de 2024

RETRATO DE UN AMOR SIN PALABRAS


Historias en el subte.

Aún recuerdo aquel lunes de febrero; eran alrededor de las nueve de la noche cuando volvía a casa luego de una larga y dura jornada. Quería llegar pronto, teletransportarme o volar, pero lo más rápido a mi alcance era viajar en subte. Ese lunes llevaba puesto el piloto automático, una especie de estado de hipnosis en el que muchos pasajeros viajan mientras escuchan música o simplemente se dejan arrastrar por una catarata de pensamientos al tiempo que el cuerpo los va llevando por inercia a su destino. Estaba haciendo la combinación en un estado similar hasta que la muchedumbre de pasajeros apurados, entre empujones y codazos, me despertó sin miramientos. Caminé a ritmo desesperado entre un centenar de veloces competidores con pasos de gigante. Algunos directamente corrían hacia las escaleras como si fueran a perder el último tren. Llegué entre los primeros a tomar el subte que me llevaría a Constitución.


Era una noche de intenso calor; el día había sido pesado. Logré subir a un vagón no tan repleto de pasajeros; aun así, podía notarse que yo no era el único sofocado. Los pasajeros silenciosos aguantaban estoicamente de pie el cansancio y el calor. Un hombre calvo se secaba inútilmente el sudor de la frente, al tiempo que su camisa empapada delataba su malestar. Al lado, un muchacho colgaba el peso de su cuerpo sobre sus largos brazos, dejando, sin darse cuenta, al descubierto el hedor de sus axilas. Una señora se abanicaba con el diario La Razón, quién sabe si buscando generar un poco de aire o pretendiendo ahuyentar los aromas que emanaban del muchacho maloliente. A su lado, una parejita imitaba la acción abanicándose recíprocamente. Un joven en musculosa se pasaba una botella de agua recién comprada por el rostro, totalmente abstraído de la escena.


En medio de tanto hedor y calor, no pensaba en otra cosa que en llegar a casa. Todavía me faltaba soportar el aplastamiento del tren y la espera del colectivo; tenía hambre y estaba verdaderamente agotado. Creo que dudaba si tomar el colectivo en Banfield como todos los días o seguir hasta Lomas y pedir un remis.


De pronto sucedió: todo un acontecimiento hizo olvidarme por completo del calor y mis dudas. A mi derecha se encontraba ella, una morocha angelical de ojos grandes y espalda perfecta. Estaba apoyada en un barral, mirando hacia afuera, ajena al vapor infernal que envolvía a los mortales allí presentes; se la veía fresca y radiante, emanaba juventud, belleza, magnetismo animal… Ni bien la vi, la imaginé con un carácter especial, fuerte y decidido. Senos firmes, piernas infinitas y una figura bien torneada, plagada de curvas y voluptuosidad. Tenía un lunar en su mejilla… Lejos de afear su rostro, le daba un aire misterioso y único que incrementaba mi estupor.


Quedé mirándola el tiempo que duró el viaje; me preguntaba si el resto de los humanos la verían tal como la veía yo, si es que todos estábamos cautivados por aquella ninfa o el hechizo únicamente caía sobre mí. No podía apartar la vista siquiera unos segundos para quitarme semejante duda; solo quería mirarla, recordar cada detalle de su imagen, capturar la esencia de su ser en mi retina… En eso estaba hasta que sus ojos posaron en los míos, obligándome a despertar.


Su mirada me pilló distraído; me puse rojo y me sentí descubierto. Por unos segundos no me atreví a observarla, volví mi rostro hacia otro lado y casi sin darme cuenta miré de reojo hacia donde ella estaba. Seguía allí, firme, con sus ojos puestos en mi ser. Se me hacía insoportable… No sé si lo percibió o simplemente se distrajo con alguna otra cosa, pero me quitó el peso de su presencia como un relámpago. No pude evitar volver a mirarla… No pudo evitar reencontrar nuestras miradas; esta vez se sonrojó ella y bajó la vista. Una sonrisa de triunfo afloró en mis labios; verla así, con la mirada baja frente a mí, hacía sentirme como si flotara en un hermoso sueño… Nuevamente levantó la vista y, al cruzar nuestras miradas, la vi sonreír. Quedamos así en silencio, uno frente a otro, incapaces de decir nada.


Así llegamos a la estación; uno a uno comenzaron a descender los pasajeros: la señora con el diario, el muchacho maloliente, el calvo sudado, la parejita acalorada y el resto… Ella no se movió… Allí me quedé yo también. Como un rayo cruzó por mi mente la idea de decir algo inteligente, o algo simpático, o algo… Pero mis labios parecían sellados, nada dije… Cuando habían bajado casi todos los pasajeros, descendió también la morocha del lunar. Sigilosamente comencé a seguirla, disfrutaba saber que ella era cómplice de mi persecución. Se movía sensualmente, sin apuro, como si pretendiera que yo la alcanzase. De pronto se detuvo. Quedó allí, de espaldas, inmóvil a mitad del pasillo, pero sin darse la vuelta. Sabía que yo venía detrás y, sin embargo, ahí estaba: parada esperando el milagro. Mi corazón se aceleró, me atolondré, no supe qué hacer o qué decir y seguí caminando, pasé a su lado cual si nada hubiera sucedido, como si no la conociera y me adelanté unos cuantos metros… En el preciso instante en que daba vuelta una curva comprendí que estaba perdiendo aquello que nunca había tenido. Me paralicé, me detuve frente a una vidriera disimuladamente a esperar su paso, pero no pasó. Esperé y esperé cual si me interesara lo que tenía delante… Miraba sin ver, pues cuando me tranquilicé observé lo ridícula de la situación… Estaba parado frente a una panadería mirando detenidamente el precio de los pebetes de salvado, mientras la mujer más bella jamás vista se esfumaba para siempre.


Una inyección de coraje me arremetió el alma; salí disparado hacia las escaleras esperando encontrarla. Busqué por cada rincón, miré en los negocios, salí a ver la parada de colectivos, corrí a ver los trenes… Pero no tuve suerte… La ninfa se había ido.


Una semana después, cuando el reloj daba las once de la mañana del miércoles, la volví a cruzar. Fue en el instante de arribar a la estación 9 de Julio para tomar el subte de la línea D. Entre una muchedumbre de gente esperando el transporte estaba ella, parada, más hermosa aún que la primera vez, con su halo de belleza envolviéndole el cuerpo… ¡Cómo no verla con semejante luz iluminándola! Nunca conocí magia semejante… El mundo entero se desdibuja a su lado, el tiempo y el espacio se doblan y todo sucede como en cámara lenta. Es imposible no verla, es muy difícil no caminar hacia ella… Y eso hice.


Una sensación de júbilo me invadía el alma, era el destino que nos volvía a juntar. No existía nada más… Todos estaban inmóviles como en otra escena mientras me acercaba sin pensar en nada. De pronto una bocina… Una luz y el inoportuno subte rompiendo el hechizo. Los pasajeros comenzaron a moverse y la ninfa del lunar desapareció de mi vista entre la multitud. Subí al vagón donde calculé que estaba ella. Miré a un lado y al otro esperando encontrarla, pero fue ella quien me encontró. Habíamos quedado bien juntitos al lado de la puerta; mientras la buscaba con la mirada, descubrí que la ninfa se encontraba a mi lado interrogándome con sus hermosos ojos. Me puse rojo, mi corazón se aceleró y los duendes en mi estómago comenzaron a hacer cosquillas…


Allí la tenía nuevamente, a mi lado… Sin decir palabra. Miraba su rostro a través del reflejo del vidrio, solo así lograba sostener su mirada sin perecer en el intento. El destino me regalaba una segunda oportunidad, y yo no atinaba a hacer ni decir absolutamente nada. No hacía falta levantar la voz, con un susurro alcanzaba pues estábamos casi cuerpo a cuerpo y habíamos establecido contacto visual a través del reflejo.


Pensé en decir "hola", como para empezar por algo, pero lo descarté por simple. Pasó por mi mente esbozar una sonrisa y realizar la pregunta: "¿Crees en el destino?", pero no me animé… No era mi estilo. Se me ocurrió de pronto hacerme el tonto y preguntarle si nos conocíamos, pues le veía cara conocida y no recordaba de dónde, pero me pareció demasiado tonto… Ambos sabíamos bien cómo venía la mano. Mi corazón palpitaba a un ritmo vertiginoso, tenía que hacer algo ¡ya! El subte disminuía la velocidad… Las puertas se abrieron en estación Callao y perdí el contacto visual. Tomé fuerzas, rompí la inercia y sin pensarlo dos veces bajé del subte. Las puertas se cerraron tras de mí, me di vuelta y vi su cara de asombro y quizás de desilusión. Sentí una opresión en el pecho, como un desgarro… Me quedé inmóvil viendo cómo el subte se la llevaba. No podía creer lo que había pasado… Me escapé… No soporté estar tan cerca de ella, no toleré mi indecisión y me decidí… Me decidí a perderla. Perder aquello que nunca fue mío… Perderme también a mí en tanto pude haber sido para ella algo distinto que un cobarde.

Han pasado muchos años de aquel fatídico febrero, el día está gris y no sé por qué les cuento esta historia que ni siquiera es historia. Es el relato de lo que no fue… En la radio suena una melodía de Silvio Rodríguez… "Óleo de una mujer con sombrero"…




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